Un paisaje cegador dibujado a línea. Un texto de Óscar Alonso Molina para el catálogo Juan Carlos Bracho. El dibujo como experiencia 2003/2006. Madrid 2006
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El paisaje es para mí la forma más abierta, la que menos cargada está de contenido, con la posible excepción del monocromo.
Michael Biberstein
Título[s]. (Todo lo que yo sé -de él-).
– Un paisaje cegador dibujado a línea- Línea de horizonte abatida
– Donde la mirada queda afuera: paisaje
– Inversión del ciclorama
– Paisaje erosionado/borrado
– Lluvia, vapor y velocidad
– Borrando la vista con el aliento
Se sube el telón [muro intervenido] y aparece el telón.
[Bajo semejante paradoja textual la obra de Juan Carlos Bracho indaga con perversa agudeza en torno a los límites de la clausura de la representación, obligando al texto a decir desde el principio su propio final. De este modo, la obra es una confesión arrancada a la fuerza –aunque, quizá, más en el sentido de prematuramente que con el de violencia- de aquello que, tarde o temprano, devendrá manifiesta apariencia en el espacio escénico. Ojo sin párpado el del espectador aquí, para el cual no existe el descanso/refresco del parpadeo, registrando todo sin la estroboscopia necesaria para que la visión se perpetúe en el tiempo de la mirada. Según el precepto clásico, en su perfección conceptual la idea no necesita siquiera ser vista por o con los ojos –dibujo-, bastando contemplar su disegno interno intelectivo; no obstante, Juan Carlos Bracho ha convertido su obsesiva constancia, la ejecución parsimoniosa y mecánica de sus trabajos en un reflejo exacto pero inverso a este ideal.
La obra se consuma al tiempo que se consume; esto es: se subsume en su propio desarrollo, prescrito desde el principio y determinado por un destino irresoluble desde el mismo arrancar de la historia; aquí, para sorpresa del espectador, título e índice –primera página- coinciden íntimamente, tanto entre sí y como con el propio texto donde se despliega la acción. ¿Y los actores? Los actores son también internos al lenguaje que dice la cosa en sí, como en la paradoja visual (el trampantojo y la tautología: Escher, Vasarely, Kosuth), o en el nominalismo a ultranza de los minimalistas (el mítico “lo que se ve es lo que se ve” de Stella en 1964). No hay, pues, actores detrás de los personajes; el rostro de ambos coincide en un interfaz leve, apenas distinguible, que nos obligará a rastrear su presencia a partir de los gestos mínimos de una teatralización conceptista, distanciada y ambigua, llena de matices en apariencia sin diferencia.
Recto sin verso; desglose laminar del volumen –espacio en positivo-, de la acción, del cuento, del tiempo. El telón inaugural ha cortado en dos el plano del infinito -¿una Anunciación?-, provocando el acontecimiento sin espesor característico de la estética, reducido a estas facetas radicalmente planas, unidimensionales sobre las cuales va a girar nuestro comentario. Sólo el deseo de consumar una acción imposible se/la vuelve absolutamente imprescindible.]
Preludio
Con estas premisas, “el artista que debe aprender a hablar la lengua de la Naturaleza” -nuestro actor-, exclama justo al comienzo de la representación, de espaldas al auditorio, frente a un escenario vacío, según la cita de Carus:
¡No poder terminar
es lo que te engrandece!
El drama ha comenzado.
Acto Primero
La línea de horizonte se contrae en un punto -¿suspensivo, final? (quizá no haya entre ambos tanta diferencia: según Gracián, “no decir nada puede significarlo todo”)-, y tras tal Big-Crunch se despliega de nuevo la acción y el tiempo se desencadena una vez más, como sospecha la astrofísica. Espacio de la ambigüedad, el silencio enunciativo en la obra de Juan Carlos Bracho es también la apertura de la obra a recibir continuas interpretaciones más allá de la literalidad minimalista de la que parece tomar impulso originalmente (fusión de las líneas de horizonte interpretativo en el diálogo que promulga la hermenéutica). Como una pantalla de proyección vacía sobre la que se deslizaran toda suerte de imágenes desvaídas, casi a punto de desaparecer –arrastrando consigo el fondo de la representación-, fondo y forma se debilitan en su obra, obteniendo de este efecto una de sus cotas más altas de intensidad.
Por otro lado, qué insistencia más peculiar la suya en obligar a la cámara a mantenerse en paralelo con el plano del muro, y a este a recibir, como una epidermis, rallados y rebotes interminables, y a estos a provenir de un mundo exterior invisible del cual se escapa ocasionalmente el protagonista. Incluso en su desplazamiento de unos pocos grados de un edificio con respecto a su planta, su primer trabajo en solitario después de la ruptura del equipo que formaba con Julia Rivera desde 1995, el deslizamiento es pensado y visto fundamentalmente a través de una mirada abatida (planos, vistas en picado). La distancia más corta entre dos puntos es una línea recta, se titula esta obra de 2003, no sin cierta ironía metalingüística y, quizá, un comentario privado a su propia situación profesional como artista que empezaba una nueva andadura en solitario.
[Este juego de espejos en paralelo, donde la imagen queda atrapada sin poder escapar a su propia circularidad –de forma cada vez más acelerada-, diríase una de las condiciones primeras de la representación manierística que podemos observar tan a menudo en los trabajos del artista. Por cierto, que de ese Maelström sólo la figura del contradicitore parece salvarse, girando la vista hacia el espacio fuera del cuadro, reclamando la complicidad de un mundo distante y sus espectadores, poniendo en práctica una estrategia contraria a la de los personajes de espaldas sumergidos en el espacio escenográfico del romanticismo y que Juan Carlos Bracho ya ha empleado en bastantes de sus obras.]
Acto Segundo
[Toda la obra se representa a partir de voces en off. Movimientos, gestualidad y posiciones del cuerpo se declinan de una prodigiosa dicción de los protagonistas, cuyo papel es más bien el del doblador. La representación es única, las voces se dispersan en las corrientes de aire del teatro, no queda nada escrito: la presente transcripción parte de “la sombra del viento en la hierba”, del más bello de los dibujos imaginables (Duchamp). Las intervenciones murales a partir de miríadas de líneas, rebotes o tachaduras de Juan Carlos Bracho son otro tipo de sistema notacional imaginario. ¿Cuentan micro-historias? Pasen y vean estos susurros.]
– El Dibujante [solo, frente a la pared en blanco, de espaldas al patio de butacas. De sus manos crispadas han caído en el primer momento los lápices y el cartabón]: ¡Nos deshacemos, nos deshacemos! ¡Cuerpo a tierra! No hay tiempo…
– El Arquitecto [de lejos, junto a El Filósofo y La Mujer, en grupo aparte de El Pueblo]: Sigue en medio de la batalla…
– El Filósofo: Acabará extenuado, alguien debería borrar ese dibujo de su mente.
– La Mujer: Busquemos a El Mago; él podrá devolver la cordura a sus ojos, la claridad a su cabeza, el pulso a su manos. Nunca antes lo había visto así. Lleva días en este estado; ese diabólico dibujo se alimenta de su cuerpo y terminará con él, con todos nosotros. No puedo soportar oírle gritar un minuto más.
– El Dibujante: ¡Ni un paso atrás! Firmes. Firmes he dicho. [Pausa] ¿Bellona? ¿Victoria? Dios mío, nos tragará a todos. ¡Nos deshacemos! Esperad un poco más…
– El Filósofo: Id a hablar con él, amigo Arquitecto, a mí ya no quiere mirarme siquiera.
– El Arquitecto [acercándose lentamente]: Maestro, atendedme: por favor, deberíais descansar al menos una noche. Ese dibujo vuestro…
– El Dibujante [cogiéndolo de la mano y arrastrándolo con él al suelo]: ¡Agachaos, insensato! ¡Cuidado de nuevo! ¿Queréis perder la cabeza? Aquí vuelve…
– El Arquitecto: Pero maestro, por favor, escuchadme. Habéis de dejad ya esas quimeras y volver al mundo donde siempre se os ha querido y admirado. Os consumís, os disolvéis delante de esa pieza inmarcesible. Mirad la cara del pueblo que nos rodea, la tristeza de vuestro mejor amigo, el llanto de la mujer que os ama. ¿Dónde habitáis desde hace ya tantos días que no os es menester ni una gota de agua, una risa amiga? Volvamos a casa a descasar, os lo ruego.
– El Dibujante [como, recordando de pronto algo, se gira hacia su interlocutor, ofreciendo por primera vez un medio plano de su rostro; en voz muy baja, apenas audible]: ¿Has dicho agua?, ¿risas? ¿¡Más queréis!? ¿No os parece suficiente esta tempestad que nos arruina con su furia y las horrísonas carcajadas que la animan? La Naturaleza entera ha estallado en pedazos, los contrafuertes del mundo se desploman sobre nuestras cabezas y tú me pides que beba y ría al amparo del techo de mi casa, de ese mísero hojaldre que un día levantaste para mí. Has perdido el juicio, Arquitecto, o quizá lo das ya todo por perdido. Únete a mí; ayúdame a hacer frente a esta fuerza sobrehumana; tu cabeza de técnico me será de mucha más ayuda que la de ese especulador de quimeras. ¡Bah!, verboso filosofante, papagayo vacuo. No lo necesito, entorpece con sus palabras interminables cuanto emprendo. Tengo que llegar al blanco por el blanco, al exterior por el camino del exterior, contener la furia entera de este Universo ingobernable…, pero mi cuerpo se minimiza a cada intento, diluyéndose entre torbellinos de vapor y destellos a cada vez. [Sollozando] Dame un cuerpo de pautas, Arquitecto, no de palabras. Dame una razón formal cierta para mi propia forma, yo me encargaré de añadir un estilo perfecto en la lucha; no necesito más. Una maniera, eso es, pero devengo consunción, afasia… me diluyo hasta desaparecer delante de esa escena que preveo. Quiero dominar el mundo con mis manos [busca y recoge los lápices y el cartabón caídos a su alrededor]. ¿No es locura esto en un dibujante, verdad? ¿O también vos venís a llamarme loco? [Pausa] Mira, escucha…
– La Niña Sabia [jugando entre El Pueblo]: Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva…
– El Dibujante: ¿Es también locura la cuerda de esa cancioncilla? Esa criatura está anegada por un agua tan apasionada como la mía y, sin embargo, pasa rozando vuestra capa sin provocar en vos más que una sonrisa. ¿Queréis más agua, más risas, decís? Dejadme, si no voy a teneros a mi lado dejadme solo [se levanta bruscamente, girándose de nuevo de espaldas]. Llamad al hacedor de jardines, que venga rápido, lo necesito. Es imprescindible en mi plan.
– El Paisajista [adelantándose entre las gentes de El Pueblo]: Aquí estoy, señor.
– El Dibujante [sin mirarle]: Decidme, ¿qué veis aquí?
– El Paisajista: ¿Dónde, señor?
– El Dibujante: ¿Dónde? Aquí [alzando un poco los brazos y moviendo las palmas de la mano abiertas delante del muro blanco], delante de mí y rodeándome por todos lados; girando ante mi vista como si el orbe entero desaguara en un punto fijo, inmensamente grande, asombrosamente pequeño, profundo y brutal y fascinante y necesario. ¡Por Dios bendito!, tus ojos, más sensibles y educados que el resto, ¿tampoco quieren ver nada? Aquí, ¡aquí!, justo aquí [señala a un punto en la pared a la altura de sus ojos], y allá arriba, sobre nuestras cabezas, dilatando sus pliegues, mostrando facetas infinitas, abrumándonos con… [Pausa. Sollozando, de nuevo] Es inútil… Cómo podrías disimular, mirar hacia otro lado cuando la punta de su ala se apoyara sobre tu cabeza. Así lo veo. Y el peso es insoportable. Todo lo que es o existe ha de manifestarse, y lo hace a través de las formas y sus mutaciones; tus jardines bastarían como buena prueba de ello. ¿No hay una fisonomía de las montañas reducida en su interior, capaz de reflejar el todo por las partes, como lo hace cada uno de los fragmentos del espejo roto? Los senderos que los atraviesan, ¿no resultan expresivos al paseante, recordando en su merodeo a través de las formaciones la mirada científica y artística, la posición civilizada de su presencia allí en medio, como un hito en referencia a ese “paisaje clásico” que nadie ha conseguido cristalizar? Los arcos y parterres que allí distribuyes como una “mística pequeña”, ¿se quedan luego en silencio alguna vez? Dime, jardinero, la “”Iglesia de la naturaleza”, ¿sólo te habla a través de su cara visible, nunca antes?
– El Paisajista: Antes, señor, la bóveda celeste, con todo cuanto contiene, me habla en pequeño de disposiciones posibles, inéditas y consoladoras, propicias a adaptar su seno para cobijar de nuevo al hombre; pero vos me aterráis con un flujo inmanejable de sensaciones, batallas sin ámbito con sus centros permanentemente fuera del plano del cuadro. Vuestra tectónica me da miedo y se escapa a mi entendimiento como lo haría a mi sensibilidad en caso de que llegara a alcanzar mis sentidos, y basta el reflejo de sus efectos en vos mismo para asquearme. Quisiera poseer la lengua de la nanas… de la nada. “Comienzo a desear un lenguaje menor, como el que los enamorados utilizan entre sí. Un lenguaje de palabras rotas, apenas articuladas, como el sonido de pasos en el pavimento” (Jabès).
– El Dibujante: “Sencillo es el laberinto en la letra más simple…”
[El Arquitecto, visiblemente entristecido se levanta y retira]
– El Paisajista: Lo es, sí, pero mi oficio también los levanta para solaz de quien en su seno se adentra, pues se ansía reposar en su caracola, a la sombra, como sobre una mejilla. Yo mismo gozo de cierta fama en el bizarro diseño de sus entrañas. Pero habitar el laberinto es perder la referencia de la línea de horizonte, vivir en un mundo abatido. Vuestra mirada se da de bruces contra ese muro inmutable, impenetrable. Vivís el fin del mundo y vuestra estética es totalitaria: enfática en su debilidad; exagerada en la repetición infinita de los gestos más humildes; grandilocuente en su apertura; rimbombante en su acumulación de matices que no se pueden dejar de observar; lejana a todos a pesar de las apariencias…, ensimismada, sin verdaderos referentes, efectista. Os desprecio y me dais lástima, amigo dibujante, nada de vuestro genio ha servido para volver más habitable el mundo; vuestra vida es superflua, como vuestra retórica ornamental: vacía.
– El Dibujante [sigue de espaldas, ahora con los brazos caídos y la cabeza gacha, balbucea]: Yo…, pero yo, yo… “yo soy la dueña de mis sueños.”
Intermedio
[A modo de entremés aparece en escena El Bufón recitando una retahíla de citas alegres, entre las que sólo se recordarán dos de las primeras, a modo de metodología crítica y advertencia, respectivamente:
“La metafórica no se considera ya prioritariamente como una esfera rectora de concepciones teóricas aun provisionales, como ámbito preliminar a la formación de conceptos, aun sin consolidar. Al contrario, se considera una modalidad auténtica de comprensión de conexiones que no puede circunscribirse al limitado núcleo de la metáfora absoluta.”
“Por encima de este clímax ya no hay nada; en consecuencia, poner ante la vista lo extremo y último significa cortarle las alas a la imaginación, y, dado que ésta no puede elevarse por encima de la impresión sensible, significa tenerla ocupada en imágenes más pálidas que la que tiene delante.”
De este modo, el Witz se impone incluso en los espíritus más graves, la densidad emocional se diluye poco a poco. Nos olvidamos del porqué de nuestra melancolía.]
Acto Tercero
Entre el work in progress, todavía abierto, de Félix y su amiga F (2003-) y el recentísimo White horses (2006), diríase que nuestro artista ha propiciado un grado cero de enunciación por saturación, donde el impulso expresivo colma la mínima enunciación, tan pasusada y correcta, tan sujeta a los buenos modos, del primer caso. La ligera llovizna gráfica que empapa el paramento en sus trabajos más conocidos, como escurriendo por su superficie, se densifica en el segundo hasta llenar y blindar el vacío:
“Siempre he creído que en un dibujo el trazo negro de grafito que se funde por frotación sobre el papel me recordaba a una obscura sombra arrojándose en perpendicular sobre sí misma, absolutamente concentrada en torno a una única dirección. Luego, el delgado trazo de sombra cunde horizontalmente hasta escribir un sinfín de caminos laberínticos donde perderse. Negro sobre negro, porque, ¿cuántas capas de grafito metálico son necesarias para blindar la insidiosa presencia de la página en blanco?”
Se confirma, en cualquier caso, ese exceso gráfico que hilvana con tanta discreción la obra de Juan Carlo Bracho. Un modo muy particular de resolver los trabajos con enorme diversidad técnica pero manteniendo constante un resumen disciplinar que, incluso, puede leerse en sentido formal, pues todo se reduce a parámetros dibujísticos: desde la fotografía hasta la instalación, pasando por sus planteamientos más complejos a través de maquetas, o sus planos-secuencia en vídeo y cine. O desde el aire documental de sus propuestas a la obra formalista -cerrada y autónoma, ensimismada-; de la pieza única, cargada auráticamente, a su distanciamiento mediático; del enviorement a las artes tradicionales ligadas al ornamento; de la decoración al proceso, etcétera…
Así, la arquitectura, cuyo germen es el mono, el croquis, el boceto, se diluye ahora en su estado final en un campo expandido en su interior. Despliegue barroquizante donde los límites se rebasan sin cesar entre categorías colindantes. De la mano, por cierto, del común de todas las artes: el disegno. En Dibujo para una sala rectangular (2004), no se puede ser más explícito, como ocurrirá poco después en Otra historia (2006). En ambos casos el círculo vicioso de la tautología (la maqueta que reproduce el espacio que acoge la maqueta, donde a su vez aparece la misma maqueta, que reproduce el espacio que acoge esa otra maqueta…) es como una escritura gráfica en espiral donde la punta del lápiz se clava en el centro, en un punctum (punto ciego de inervación donde el ojo no puede ver(se): esa gota de tieniebla…). No hace falta buscar otro origen al sentido ultimo del dibujo de Juan Carlos Bracho: en su escatología, a lo largo y ancho de estas obras siempre se encontrará un vórtex semejante, donde pivotan los proyectos sobre una base inaprehensible que, frente a lo culturalmente codificado, el studium, se destaca para conmover al espectador.
Friedrich aseguraba que la imagen debe “excitar espiritualmente y entregar a la fantasía un espacio para su libre juego, pues el cuadro no debe pretender la representación de la naturaleza, sino sólo recordarla.”El nivel de aceptación que se dé a tal aseveración condiciona el concepto de paisaje moderno, esto es: donde la mirada está afuera. La naturaleza infinita de las cosas es una condición que la modernidad impone a la relación sujeto-objeto, y desvela la esencia del género en la modernidad estética: “la relación entre hombres y Naturaleza no es diáfana, sino misteriosa.”También Juan Carlos Bracho es consciente que en este punto se juegan buena parte de las coordenadas de interpretación de su obra: “Todos los elementos que aparecen en escena hacen referencia directa al desarrollo temporal y programático del dibujo, no al trabajo como experiencia mística, sino más bien a una actitud y una posición de rebeldía y obstinación cuando todo a nuestro alrededor apunta a una aceleración desmesurada y vacía de la experiencia y la mirada.”
¿Habrá, pues, que entender estas piezas como un impulso contenido de la fantasía, una inversión del grotesco? ¿Exaltación por completo exangüe de lo sublime, o más bien, de lo sublime por completo exangüe? ¿Rastro del “temblor del tiempo” barthesiano? La mano que escribe/dibuja y borra al mismo tiempo un signo que significa algo y nada más allá de su propia materialidad. El caso es que, se nos anuncia en el programa de la obra, nada quedará del arduo proceso de ejecución, y el resultado desaparecerá tras la misma capa de blanco sobre la cual creció con primor y paciencia. Todo se borra: no hay nada que decir (Derrida), nada hay que ver (Baudrillard). Como en el espejo convexo del Matrimonio Arnolfini, ese ojo interno omnívoro de la escena que niega al autor material y lo traslada a una categoría ceremonial, la fotografía delata patéticamente una presencia externa al acontecimiento estético y lo incluye para su perfección: fuit hic. Quién lo ejecutó estuvo allí, lo vivió –esto es: vio la escena-, y da fe de ello mediante esta imagen… Pero el dibujo, con su condición ideal, inaugural, eidética, vive una posición paradójica, al ser al mismo tiempo salto a lo desconocido aún a pesar de sostenerse, como Juan Carlos Bracho, sobre un andamiaje de premisas y constantes; todo dibujante es “ciego”, según Derrida: en arte, donde la representación ha de enfrentarse a lo irrepresentable, “no se tata tanto de expresarlo como es […] sino de observar la ley más allá de la vista.”
Acto Cuarto
[El escenario vacío, el muro aparece completamente rayado, los restos de su ejecución por el suelo –Wouldn’t change a thing (2004)-. Sonido estridente de vencejos desde el techo cruzando el aire del teatro, como en un atardecer de verano madrileño. Entran La Mujer, El Filósofo y El Arquitecto]
– El Arquitecto [mirando el dibujo largo rato]: Todo ha sido consumado, y ahora apenas puedo contemplar su creación sin echarme a temblar. ¿Será nuestra época, el signo de un tiempo muerto? Él hablaba a menudo del advenimiento de una nueva era desde la cual nuestra civilización se juzgaría a partir de sedimentos y despojos; un tiempo otro, quizá feliz. Qué extrañas sensaciones… todavía oigo sus gritos, lo veo gritar gesticulando mientras sostenía firme el cartabón sobre la pared y trazaba estas rayas sin descanso. Era como si el fondo y las formas vivieran disociados, un juicio dividido. Casi no recuerdo cuándo lo empezó, ni siquiera puedo precisar el tiempo que lleva acabado. [Se acerca hasta rozarlo] Sin embargo, soy todavía capaz de leer sus fantasías como en un códice vivamente iluminado; hay partes enteras que conozco de memoria; mirad aquí: el sol se pone detrás de aquella cordillera, la niebla se levanta del valle y, en poco tiempo, cubrirá a ese par de ángeles que guardan con su oración el monumento funerario rematado por un arpa… Y aquí: un mar de hielo, justo al lado de esta japonesería deliciosa, donde las barquitas de vela se difuminan en un mar sin perspectiva ni medidas. No hay relato. ¡Qué prodigio de habilidad, qué magisterio, qué pulso! De una cabeza frenética y desordenada a este tránsito sin sorpresas entre los puntos más lejanos de la Tierra. ¿Y yo me hago llamar paisajista ante vosotros que visteis lo? Lo que daría por sostener siquiera cinco minutos un lápiz como él, trazar una sola de estas líneas… [Mira el suelo en torno suyo y busca algo. Reconoce el cartabón, se dirige hacia él y lo recoge para pegarlo a la pared, alineado a una de las rayas. Solloza en silencio]
– El Filósofo: Dejadlo ya, amigo, no insistas, lo que vemos no es más que un efecto. Sufrís el influjo de su dominio de la participación emotiva (Einfülung). El arte no está ahí, el autor ha muerto arrastrando consigo cuanto poseía, y no ha dejado sino una cadena de razonamientos enloquecida que limita la libertad del espectador, de vos mismo. Las fuentes, remontad a las fuentes y allí encontraréis la libertad; lo demás es beber en una copa prestada, demorar el verdadero juicio crítico. ¿Me escucháis?]
– El Arquitecto: Lo sé, Arquitecto, pero cómo escapar a esta seducción. Al susurrarme, historias proliferantes rasgan los velos de mi alrededor, veo más lejos que nunca, con precisión inusitada. Mirando este plano, cuanto me rodea se transforma incesantemente en jardines que nunca llevaré a cabo, grutas llenas de encanto que superan mi imaginación, meteoros de una época anterior a la huella del hombre, futuros también, y transformaciones, metamorfosis donde siempre uno de los extremos soy yo mismo… Mi ánimo y la Naturaleza se amalgaman. En este glaciar no siento el calor que me rodea. Cuanto deseo ha cristalizado.
“…gotas de rocío derramadas
desciendan y se escuchen persistentes
tan sólo cuando amaina la tormenta,
quizá el secreto laborar del hielo
las torne estalactitas silenciosas
cintilando a la luz de afable luna.”
– El Filósofo: La vida, los elementos, los dulces sonidos… todo eso no es sino el impulso que ha de llevarnos a la materia. ¿Cuántas ideas conocéis sin la forma del lenguaje?
– El Arquitecto: La de la belleza sin expresión (Lessing), que aquí me afecta. La palpo, ha dejado un rastro oloroso, todavía tibio; recuerdo incluso el comienzo de su aparecer. Hay algo maravilloso que no puede ser dicho.
– El Filósofo: Tampoco podrá ser mostrado.
– El Arquitecto: Es cierto, sólo recuerdo un principio y luego… es ahora.
– El Filósofo: Entre medias habita lo terrible, aquellas tempestades de nieve entre las cuales se dibuja a ciegas. Sólo el duermevela; nunca la vigilia, menos aún el sueño. La muerte…, quizá fuera aquel ala de peso insoportable de la que hablaba a menudo nuestro amigo en su delirio creador de quimeras. Yo no conozco su nombre, y mi escuela lleva siglos proponiendo una combinación afortunada que lo encarne, haciéndolo por obligación presencia cierta. En verdad, he de confesar que lo creo un esfuerzo inútil. Empiezo a estar cansado. Describir, eso es, describir para ahorrarnos las dudas. [Pausa. Dirigiéndose de nuevo a El Arquitecto, quien permanece extasiado recorriendo el dibujo con la cara pegada a la pared] ¿Qué ves ahora?
– El Arquitecto: Nos veo a todos nosotros en una escena llena de acordes: se avecina una tormenta, ruinas al fondo, la vegetación, las frondas, la humedad bajo nuestros pies descalzos; el vino y los besos han hinchado nuestros labios… La Mujer, ¿dónde ha ido? Allí está. ¿Qué mira?… no puedo leerlo desde aquí.
– La Mujer [se acerca y observa con curiosidad donde él tiene fija la mirada]: Et in Arcadia ego…
[La Niña Sabia cruza el escenario cantando su canción. Se detiene en silencio justo en el centro del escenario. Mira desde el borde de la orquesta todo el dibujo durante unos minutos. Después, acercándose, saca una goma del bolsillo de su delantal y comienza a borrarlo poco a poco mientras canta de nuevo. El Arquitecto y La Mujer contemplan la escena, El Filósofo hace mutis. Aumenta de nuevo el piar de los vencejos inundando el teatro. La luz se tiñe progresivamente de rosa, naranjas y rojos hasta el negro, como en un anochecer]
Cae el telón [muro en blanco] y comienza la representación.
Óscar Alonso Molina [Madrid, abril-julio de 2006]