Oh!!! Donal Judd. Un texto de Juan Carlos Bracho para el catálogo La distancia crítica. CGAC 2008
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Si nos limitamos a una lectura estrictamente formal «Sin título», una pieza de Donald Judd fechada en 1988, se puede describir sencillamente como una serie de cuatro estructuras cúbicas de aluminio y plexiglás que, a simple vista, se pueden confundir con estantes para libros, cajoneras o simples taquillas. Una observación que se puede aplicar a toda la producción de este artista, ya que todas sus obras obedecen a una serie mínima de normas a las que se mantuvo fiel durante toda su vida: repetición, repetición, repetición.
Pero, ¿qué nos induce a comparar una obra de arte –porque de eso se trata– con un simple objeto de consumo? ¿Qué los diferencia y los confunde? Desde mi punto de vista tan solo se trata de una cuestión de actitud, de una posición firme, honesta y coherente; una postura que Donald Judd, el más esteta y riguroso de todos los artistas minimalistas, mantuvo hasta el final.
Junto con el Pop Art el Minimal Art hizo suyos los procesos de producción en serie propios del capitalismo tardío, despojando a la obra de arte de todo valor simbólico asociado a su manufactura, cambiando para siempre las reglas del juego. Ya todo era posible, reproducible y consumible.
Paradójicamente, mientras que Warhol conseguía uno de sus mayores sueños –la democratización de su legado y de él mismo– el paso del tiempo ha jugado en contra de toda la producción minimalista, restándole toda su potencia crítica y transformando esos «Objetos Específicos» en mobiliario geométrico y en atrezzo para escaparates de grandes almacenes.
¿Soñaría Judd con este momento?
Ya nos es imposible ver y experimentar esas obras como volúmenes neutros –que en su fría apariencia se sitúan por encima del bien y del mal– cuando a la vuelta de la esquina, y en la propia tienda del museo, los encontramos reproducidos en cientos de catálogos que recogen lo mejor y más selecto del diseño internacional, portador de lujo, refinamiento y buen gusto.
Sin embargo, en el arte no todo se limita a la simple apariencia.
Tras la precipitada pérdida de esa presencia y autoridad con la que estas obras se presentaban a principios de los sesenta, la conquista del cuerpo y del espacio se convierten en el principal logro del movimiento minimalista. El espectador como sujeto pasará así de ser modelo a imitar a cuerpo que experimenta, y el espacio de simple contenedor a desencadenante de mil y una experiencias.
Las obras minimalistas ya no remitían de forma metafórica a nada, ni permitían referencia ninguna a otras imágenes plásticas. Un lenguaje de formas reducidas, de carácter serial y no relacional que en su supuesta neutralidad se emparentaba estrechamente con el programa del movimiento arquitectónico moderno; ausencia de ornamento, racionalismo de la forma y democratización del espacio. Una visión que reivindicaba una experiencia de la arquitectura atemporal y definitiva. Un estado perfecto de la forma vaciada de todo contenido y valor simbólico. Una propuesta utópica que en su huida hacia adelante condensaba toda una tradición histórica filosófica de culto a la belleza y la forma que va desde Pitágoras a Platón, pasando por Boullée, Cézanne y Le Corbusier.
Ya no se trataba de reconocer e interpretar, sino de sentir, y en esta radicalidad anida la gran contradicción del movimiento minimalista. Toda su intención está focalizada en una experiencia del aquí y el ahora que reclama un total protagonismo de los sentidos y, como todos sabemos, estos son los mejores portadores de fantasmas y fantasías.
Al contemplar «Sin título» –una obra menos dogmática y más abierta que las primeras piezas con las que Donald Judd y sus contemporáneos sorprendían a la crítica y al público de principios de los sesenta– no puedo dejar de imaginarme al artista retirado en su particular desierto del Jordán; territorio desde el que resistiría a mil y una tentaciones, tal y como Guillermo Pérez Villalta lo describe en su maravilloso cuento «Judd y la montaña».
La trayectoria vital de este artista, sin duda la figura más carismática del movimiento minimalista, refleja sin pretenderlo una actitud intensamente romántica. Judd, huyendo de la creciente banalización de la escena artística neoyorkina y del nuevo establisment del arte, creará en torno suyo todo un universo limpio y claro como él deseaba. Seducido por el paisaje extremo del desierto tejano rehabilitará en la ciudad de Marfa unos antiguos barracones y hangares militares, en los que se dedicará en cuerpo y alma a desarrollar su trabajo, exhibir el de sus compañeros más admirados y prestar apoyo a toda una nueva generación de artistas. Paradójicamente este viaje supuso para él una vuelta al paisaje, género que había cultivado al inicio de su carrera, y a un lugar yermo y estéril pero cargado de un fuerte componente simbólico y metafórico.
Sin duda en «Sin título» Judd expresa sin la menor inhibición su seducción por la forma a través de la fría sensualidad contenida de los materiales; una sensación que se potencia al explorar físicamente la obra con nuestras manos. Experiencia prohibida que recomiendo a todo aquel que se enfrente a una obra de estas características.
En «Sin título» el aluminio y el plexiglás juegan sutilmente y adquieren una cualidad de espejos donde no solo se proyecta, se difumina, se amplía e invierte el espacio circundante, sino nuestra propia figura reflejada. Contrariamente de lo que pueda parecer en un primer momento en su economía de formas y materiales, y en un simple juego de volúmenes, radica la potencia de esta obra, que es mucho más flexible de lo que a primera vista podría parecer, pues cada cambio, por mínimo que sea, evidencia un desarrollo infinito de sus formas en el espacio.Y es precisamente ese ir y venir del vacío el que permite que entre toda la subjetividad en la obra.
Desde su visión ascética de la bello y lo sublime Judd nos invita a una interpretación expansiva de su obra, y de estas dos categorías asociadas íntimamente con el concepto de infinitud; un territorio en el que el maestro se movía a sus anchas. Enfrentarse a una obra de estas características es en definitiva una experiencia que te transporta y te hace soñar, y en la que nuestro cuerpo, en comunión con la forma, se sumerge en una experiencia pura de escala y medida de sí mismo, y del espacio que lo envuelve. Lo físico y lo mental.
Oh!!! Donald Judd. A text of Juan Carlos Bracho for the catalogue The critic distance. CGAC 2008
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If we were to stick to a purely formal interpretation of Untitled, a piece by Donald Judd dating from 1988, one could simply describe it as a group of four cubic aluminium and perspex structures which, at first sight, might be taken for book shelves, boxes or simple drawers. In fact, one could apply this same observation to the whole of the artist’s output, given that, throughout his entire life, Judd’s work remained true to a short number of rules: repetition, repetition, repetition.
But, what would prompt us to compare an artwork -which is, after all, what it is- with a simple consumer object? What is it that differentiates and mixes them up? To my way of thinking, it boils down to a question of attitude, to a steadfast, honest and coherent stance; a posture that Donald Judd, the most aesthete and rigorous of all the minimalist artists, maintained right till the very end.
As well as Pop Art, Minimalism also adopted the serial production processes of late–capitalism, divesting art of the symbolic value associated with its making, thus altering the rules of the game forever. Now everything was possible, reproducible and consumable.
Paradoxically, while Warhol achieved one of his greatest dreams, namely the democratization of his legacy and of himself, the passing of time has played against all the minimalist production, bleeding it of all its critical clout and transmogrifying these ‘specific objects’ into geometrical furniture or props for department store window displays. Did it ever occur to Judd that this could happen?
It is no longer possible for us to see and experience these works as neutral volumes whose cool semblance put them beyond good or evil. When around the corner, and in the museum shop itself, we find them reproduced in hundreds of catalogues that compile the best and most select examples of international design, badges of luxury, refinement and good taste.
But, of course, not everything is mere appearance in art.
After the sudden loss of the presence and authority which these works laid claim to in the early seventies, the conquest of the body and of space became their main achievement. The spectator as subject would thus go from being a model to imitating the body that experiences, while space transmutes from a simple container to the trigger for a thousand and one experiences.
Minimalism no longer spoke metaphorically about anything, not did it countenance any reference to other visual images. In its purported neutrality, this serial, non–relational language of reduced forms was closely related to the program of the modern architecture movement: the absence of ornament, the rationalism of forms, the democratization of space; a vision that defended a timeless and absolute experience of architecture; a perfect state of the form emptied of all content and symbolic value; a utopian proposal that, in its leap into the dark, condensed the whole historical philosophical tradition of the cult of beauty and form that spans from Pythagoras to Plato, including Boullée, Cézanne and Le Corbusier.
It was no longer a question of recognising and interpreting but one of feeling. However, dwelling
at the heart of this radicalness is the crux of the minimalist movement. Its whole intention is focused on an experience of the here and now, which calls for the absolute prominence of the senses. And, as we all know, they are the best carriers of ghosts and fantasies.
When contemplating Untitled, a less dogmatic and more open work than the first pieces with which Donald Judd and his coevals surprised critics and public alike in the mid–twentieth century,
I cannot stop imagining it on retreat in its own personal desert in Jordan; a place where it will resist one thousand and one temptations, as Guillermo Pérez Villalta imagined in his wonderful short story Judd y la montaña.
The life of this artist, arguably the most charismatic of the Minimalists, unwittingly reflected an intensely romantic attitude. Judd, fleeing from the increasing banalization of the New York art scene and the new art establishment, would build around himself the clean pure world he longed for. Seduced by the extreme landscape of the desert in Texas, he refurbished some old military hangars in the town of Marfa where he would dedicate himself wholeheartedly to developing his own work, exhibiting the work of his closest colleagues and lending support to a whole new generation of artists. Ironically, this journey meant for him a return to landscape, a genre he had cultivated at the beginning of his career, and to a barren, sterile place which was nevertheless charged with a strong symbolic and metaphoric power.
Beyond all doubt, Untitled reveals without the slightest inhibition how Judd was seduced by the form through the cool sensuality contained in the materials. This sensation is further enhanced when physically exploring its edges with our hands; a forbidden action that I would recommend to anyone in front of a work of these characteristics.
In Untitled, there is a subtle play between the aluminium and the perspex that lends them a mirror–like quality which not only projects, diffuses, amplifies and inverts the surrounding space, but also our own reflected person. Counterintuitively, the power of this work, much more flexible than it might seem at first sight, given that every change, however small, evinces its infinite development, lies in its economy of forms and materials, and in the simple play of volumes. And it is precisely this coming and going of empty space that enables the entry of all subjectivity.
Through his ascetic vision of beauty and the sublime, Judd invites us to take an expansive interpretation of these two categories intimately bound with the concept of infinity, a territory in which he was perfectly at ease. Looking at Untitled transports you and makes you dream, and our body, in communion with the form, is engulfed in a pure experience of scale and measure of itself, and of the space that surrounds it. The physical and mental space.