El arte ya no es lo que era. Un texto de Juan Botella para el catálogo Los puentes de la visión. MAS. Santader 2007
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Esta afirmación, rotunda, puede y debe tomarse al pie de la letra a pesar de que con frecuencia es utilizada por los nostálgicos para invalidar la producción artística del presente.
Sin embargo, conviene reflexionar sobre los sentidos que se incorporan a una frase que según quien la pronuncie puede ser considerada de manera positiva o negativa, y desde ahora mismo se aclara que este texto defenderá la positividad de la afirmación. Pero los que mantienen lo contrario tienen sus argumentos, aunque no sea habitual que los expongan, porque exponerse implica un riesgo, el de abrirse y ser visto, el de quedar sin abrigo, a la intemperie, a merced del mundo alrededor, el de perder la seguridad tan dificultosamente adquirida que le permite a uno mantener la distancia y la autoridad antopocéntrica en la que se ha basado la conciencia occidental. Por lo tanto, habría que suponer que su animadversión hacia la producción artística actual manifiesta una posición íntimamente ligada a la consideración de la obra de arte como un objeto marcadamente singular, una cosa que destaca sobre las demás, un bien de categoría superior que sin gran dificultad podríamos adjetivar como sagrado. Con ello, establecen una separación respecto al resto de los objetos, un más allá similar al que ocupa lo divino respecto a lo humano, lo que ocasiona una sobrevaloración de la obra y de quien la produce. Éste, el artista, pasa a ser considerado una persona especial, algo así como un héroe capaz de trascender los límites de lo cotidiano, manifestándose con ello un complejo de inferioridad del espectador, que acepta sumiso lo que el sistema del arte ha decidido que es arte.
Pero el problema surge cuando el sistema, y esta exposición es parte de él, presenta una obra como la de Juan Carlos Bracho. En principio, no se cumplen ninguna de las condiciones artísticas a las que el espectador está acostumbrado y que el propio sistema le ha inculcado: carece de permanencia, pues la pared será repintada cuando se clausure la exposición y el dibujo desaparecerá para siempre; hay dudas sobre lo que constituye la obra, si el dibujo que se ve en la pared o la acción de pintarlo durante las dos semanas previas a su inauguración; el dibujo no representa nada, no es nada más que el resultado de un conjunto de actos repetidos; el soporte no es lienzo ni papel sino el propio muro de la sala; con la obra, en cambio, conviven fotografías que la extienden pero que, al mismo, tiempo siembran la duda de si tienen valor artístico por sí mismas o constituyen una mera documentación de la obra dibujística.
Para aclarar las dudas habría que volver al título y recordar el sentido positivo de la frase “el arte ya no es lo que era”. Hay en ella una clara separación entre un presente, representado por el “es” y el “ya”, y un pasado explicitado por el “era”, una partición o un corte propio del sistema racional de medida que funciona acotando la realidad para poder hacerse cargo de ella, para comprenderla y manejarla. Pero ya hace un siglo que Einstein proclamó la Teoría de la Relatividad y pronto lo hará desde que Bergson manifestó que esa parcelación, o espacialización del tiempo, no constituye una incapacidad de la inteligencia sino una insuficiencia que tiene consecuencias sobre la percepción. Y curiosamente, este asunto de la percepción, que implica totalmente al espectador de la obra, es clave en el desarrollo artístico que se produce a partir de la segunda mitad del siglo pasado y que continúa, en gran medida, hasta hoy. Todo comenzó en la década de los sesenta con el Pop y el Mínimal, siendo éste último el que comenzó a sacar a la obra de arte de su estatus cuasi metafísico anterior para acercarla, paradójicamente, a un espectador cada vez más alejado pero al que se dirigía directamente.
Los filósofos franceses Mearlaeu-Ponty y Bergson son responsables de la desantropomorfización de la percepción. Ellos la plantearon de manera que se eludía al sujeto psicológico y sus comportamientos para enfatizar el carácter reflexivo de un ser humano que sólo percibe en el mundo. La consecuencia es inmediata: la percepción es una acción dependiente de la situación del ser que percibe, lo que, llevado al arte, hace comprensible la preocupación por desenmascarar esa situación. De tal manera, si pasamos del mundo en general, o la realidad, a la obra de arte como objeto a percibir por el espectador, ésta no hace otra cosa que mostrar que ella (la obra) es en función de la situación, que su ser no es fijo o consistente con carácter de permanencia sino mutable y dependiente de unas circunstancias externas a ella y a la psicología del espectador. Así, no extrañan algunas de las definiciones de arte habituales hoy en día: “aquello que hace un artista”, “lo que se expone en los museos”, “lo que el sistema del arte dice que es arte”, etc. Por eso, a partir de los años sesenta el arte tiende a salir de los espacios galerísticos y museísticos (Mínimal, Land Art, Conceptual…) o a concentrarse, como hace el trabajo de Juan Carlos Bracho, en su desenmascaramiento. En su caso, el muro de la sala es más que el soporte de la obra, es él mismo obra que toma realidad a través del acto artístico de un dibujo que saca a la luz lo que se ocultaba, su existencia material y la memoria de su construcción, con sus imperfecciones incluidas. De esta manera, podemos considerar que el dibujo no representa nada, y, sin embargo, presenta al muro, lo realiza, cumpliendo perfectamente aquello que dijo Bergson de que la representación es incompleta porque no es capaz de hacerse con la realidad de lo representado sino solamente con su contorno.
Entonces, si no hay representación, si lo que queda es la presentación de lo real, al arte que se tiene sí mismo por objeto, y ese es el de Bracho, le queda sólo presentarse realmente, mostrarse como lo que es: un hacer, un construir, que nos lleva nuevamente hasta Bergson y su investigación filosófica sobre el tiempo. Para el filósofo francés el ser no es fijo, estático, como nos lo ha presentado la filosofía desde Grecia hasta Nietzsche. El ser es devenir, un continuo llegar a ser a partir de lo que llamó “elan vital”, impulso de vida.
La repetición gestual con la que Bracho ha llevado a cabo el dibujo mantiene una profunda relación con este asunto del ser como devenir, en el que el cambio, la diferencia, se constituye en cuestión determinante. Y es, según Deleuze, que ha dedicado su atención al eterno retorno nietzscheano, la repetición la que constituye la diferencia, pero no la repetición habitual sino la que logra desprenderse del hábito y del yo sometidos a la semejanza. Lo que retorna en la repetición es lo nuevo, que ha sido purificado y seleccionado. Es lo incondicionado, la pura diferencia. Nos encontramos, pues, ante un quehacer libre, ante la misma libertad, que, como diría Kierkegaard, se dirige hacia el futuro, hacia lo nuevo.
El arte ya no es lo que era, y no lo es porque tampoco el espectador es el que era. El ser no es lo que era. El ser, el espectador y el arte son un hacer, una acción en el tiempo. Nótese que el infinitivo (hacer) es un tiempo impersonal, y aunque utilice a un yo para hacerse, no es al artista al que le pertenece sino que es él quien pertenece al hacer. El arte no es del artista, el artista es del arte. El arte tiene su propio “elan vital”, con lo que no es de extrañar que Bracho manifieste que sus dibujos carecen de una idea preconcebida, que en ellos están ausentes la voluntad o la existencia de una imagen preconcebida.
Por eso, no está de más que Bracho presente unas fotografías junto al dibujo realizado. Su contenido es, a su vez, el dibujo, y, sin embargo, no tienen nada que ver con él. La razón es sencilla: las fotografías introducen una acotación temporal, muestran exclusivamente un instante de lo que no era sino un proceso, cortan y detienen la duración, son una imagen. Y ya se sabe que la imagen es escasa, que nunca llega a captar la totalidad de lo real. La imagen se queda corta precisamente porque corta, porque lo real queda en ella bloqueado y su devenir detenido.
Establecer ese juego entre el proceso, el resultado y la imagen es una manera de poner las cosas en claro, de que cada cosa se muestre en lo que es: el arte como hacer, el resultado como contemplación y la imagen como consumo. Y si, como dice Roland Barthes, el punctum de la fotografía es el “esto ha sido” habría que aceptar que lo que las fotos reflejan ya no es, que el hacer ha quedado hecho y es pasado. Desde ese punto de vista las fotos son el mejor producto para el museo o para la exposición, se adecuan como no puede el hacer al uso que corresponde a los espacios expositivos. El hacer, en cambio, no se ajusta bien a un entorno excesivamente rígido y que trata de imponer unas coordenadas que lo fijen. Él, que es cambio, no se deja capturar, es inatrapable porque en el momento que parece a la mano ya no está. Queda, eso sí, un resto, su huella, el dibujo de la pared. Pero éste no es ya el hacer, como tampoco lo son las fotografías.
El hacer no puede exponerse. Nunca está presente, por lo que resulta curioso el ejercicio de Bracho. Curioso y crítico. Porque de alguna manera le está diciendo al museo que es incapaz de exponer el arte, que toda la pretenciosa parafernalia de templo o espacio sagrado ya no tiene sentido, y si lo tiene no es otro que el del rito, el de invocar una presencia que siempre parece no llegar. Y al espectador creyente que acude le dice que ha llegado tarde, que el hacer ya no está y sólo queda su resultado, lo hecho. Le dice que no ha entrado en un lugar sagrado en el que vaya a encontrarse con alguna deidad sino que no puede esperar más que un simulacro de lo que se ausenta. Lo que realmente va a encontrar es el muro de la sala hecho realidad y, sobre él, una “realidad virtual”, el dibujo.
La “realidad virtual” va más allá de la representación. En ella no se trata de imitar, ni de duplicar, ni de simular la realidad. En la “realidad virtual” no hay artificialidad, porque lo artificial copia o imita la realidad, sino un simulacro, donde la representación mediática precede y determina lo real, traza una nueva topografía del entorno percibido como realidad. El museo y las grandes exposiciones operan así como medios, como lo que se interpone entre la realidad del arte y el espectador determinando la percepción de éste. Ellos sancionan, deciden y presentan lo que es arte. Sin embargo, si ya hemos visto que el arte como hacer no se deja exponer, tenemos que suponer que en esta exposición, y en muchas otras, se produce la paradoja de presentar como arte unas obras que dicen que no lo son. El arte entra en el museo, entonces, para desenmascarar una mentira, diciendo, como hace el trabajo de Bracho, que lo que ahí se ve no es lo que parece, que se trata de una ficción. Y lo que hace el museo, la gran exposición, el sistema del arte en general, es integrar aquello que lo critica desrealizándolo, virtualizándolo. A cambio, el trabajo de Bracho ha realizado al museo o a la sala de exposiciones a través de su intervención en el muro, lo muestra como lo que es: un espacio construido con la finalidad de encerrar lo que en realidad no se deja atrapar.
El arte, su hacer. es escapista, y, como Houdini, se las apaña para soltarse de las cadenas que lo quieren inmovilizar. Por eso, los dibujos de Bracho tienden a abandonar la superficie del muro y a extenderse en cualquier dirección, deshaciendo la tradicional bidimensionalidad a la que el dibujo se ha venido ajustando desde hace tiempo y expandiéndose en un movimiento continuo al que no se le pueden imponer hitos o cortes que lo midan. El hacer del arte no se puede conocer mediante la física newtoniana, que espacializaba el tiempo introduciendo cortes que le permitían medir la velocidad del desplazamiento. Al hacer se le adecua mejor la física de Einstein, para la que el tiempo es una coordenada más del espacio; juntos constituyen el espacio-tiempo en el que el hacer sucede. Nos encontramos así ante una cuarta dimensión, la temporal, que desestabiliza lo que se nos había presentado como fijo, y es esa dimensión la que hace que los muros se desplacen, como Bracho ha hecho en alguno de sus proyectos, o la que hace que el dibujo se salga de sus casillas. El hacer no se deja enmarcar, como se demuestra en las fotos o en el vídeo de la pelota de tenis que dibuja al rebotar en la pared, en los que al abrir el plano comprobamos que fuera del encuadre también suceden cosas, que la imagen no es toda la realidad.
Sacar a alguien de sus casillas no es más que liberarle de sus limitaciones, romper los muros civilizatorios que le encierran y dejarle ser lo que también es. Significa una liberación imperdonable a los ojos de la gente de orden, una descarga inadmisible para quien piensa que las cosas son como son y que la realidad es controlable. Pero todos sabemos que las casillas son un peligro, que son excluyentes y no permiten el contacto directo; que sus muros operan como cristales de una ventana que, acaso, dejan ver pero aíslan y reducen lo existente a lo visible. El cristal es una protección contra la intemperie, una pantalla que nos separa de la realidad. Ella allí, yo aquí. En ese sentido, la elección de la sala en la que Bracho ha colocado el dibujo es ilustrativa. La exposición le impone un lugar en el que no se encuentra a gusto, le coloca tras el cristal, cuando su “elan vital” le impulsa a cruzarlo. Así, el espacio expositivo opera como ordenador, estableciendo unos límites que ya hace tiempo que el arte no quiere asumir. La lucha entre el orden y el azar está servida, cada uno con sus armas y sus estrategias de poder, seducción y cinismo. La realidad es que el gran problema del arte actual es sobrevivir tras el cristal sin ceder la experiencia del afuera.
Art is not what used to be. A text of Juan Botella for the catalogue The bridges of vision. MAS. Santader. 2007
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Put so baldly, this affitmation can, and should, be taken at face value even thought it is often used by those of a nostalgic bent to invalidate the artistic production of the present.
Nevertheless it is worth giving some thought to an observation that, depending on who makes it, can be taken either positively or negatively. Here, at the outset, we must make it clear that we take it positively. But those who take the opposite line have their arguments even though they rarely expound them since to do so would put them at risk, would show them up and leave them without clothes, exposed to the elements, vulnerable to attack and in danger of losing that security that they have striven so hard to attain and wich allows them to maintain the distance and anthropocentric authority on which the western conscience has based itself, especially from the Enlightenment onwards. Thus their dislike of the artistic production of the present betrays a line of thought which considers the work of art as a special act of creation, something which stands out above the rest, a superior form of expression which participates in something we could label as “sacred”. The work of art is thus cut off form other things in much the same way that the divine is different, and separate, from the human. Concomitant to this, the work of art is treated with veneration as, indeed, is its creator. The artist becomes someone special, a hero with the ability to transcend the limits of the mundane so that the wiewer humbles himself before him and meekly accepts that art is what the system say it is.
But the problem arises when the system, and this exhibition is part of that system, puts on work by someone like Juan Carlos Bracho. To begin with, none of the conventional artistic norms to which the viewer is accustomed, since the system has dinned them into him, are complied with: there is no permamence since the wall wil be painted over at the end of the exhibition and Bracho’s work will thus disappear for ever; there is even ambiguity as to what constitutes the work; is it the pattern one sees on the wall or the act of painting it which happened two weeks before the exhibition opened; again, the pattern on the wall has no meaning, it is merely the results of a combination of certain repetitive movements; there is no canvas, no paper, merely the wall itself; yet the work itself is accompanied by photographs that stretch out its limits and yet beg the questions as to whether they, themselves, have any artistic merit of are mere commentary on what is drawn on the wall.
To settle these doubts, one should go back to the title and recall the positive sense of the expression “art is not what it used to be”. In that expression there is a clear distinction between the present as encapsulated in “is” and the past of the “used to be”, a caesura or division in the rational approach to assessing reality which allows us to dominate it, understand it and handle it. But a century has passed since Einstein propounded the Theory of Relativity and, in a few more years, it will also be hundred years since Bergson demonstrated that the packaging up or division of time is not so much feeble-mindedness as a lack which has consequences on our perception things. And, curiously, this concern with perception, which draws the viewer fully into the work, is the key to the artistic development which began in the middle of the past century and which, to a large extent, is still going strong today. Everything began in the 1960s with Pop and Minimal, with the last of the two drawing art from its quasi-metaphysical niche and, paradoxically, brinding it closer to an ever more detached viewer who was addressed with greater directness.
Mearlaeu-Ponty and Bergson are two French philosophers responsible for the deanthropomorfication of perception. Their approach was to posit a perception that eluded the the psychological subject and his behaviour and, instead, to stress the reflective character of the human being who only perceives in the world. The consequence of this approach is immediate: perception is an action which depends on the world of art, make totally comprehensible the concern for lifting the mask from this situation. Thus, to go back to the more mundane, everyday world or to reality, to the work of art as an object viewed by the viewer, the work of art merely consists of an object perceived in relation to its situation which is to say that it is not a stable, consistent object of immutable charactersistics bu is dependent on circumstances not under its control and pertaining to the psychology of the viewer. Hence, viewed in this light, many of the definitions of art that we hear at present are not so exceptional: “what the artist does”, “ what one sees in museums”, “whatever the system says about art is art”, etc. Thus from the seventies onwards there is a tendency for art to find its way out of museums and art galleries (Minimal, Land Art, Conceptual …) or to try a different approach, as we find with the work of Juan Carlos Bracho, and rip off its mask. In this instance, the wall of the Gallery is more than a mere support for the work, it, in itself, is the work which come into being thourgh the artistic act that the pattern brings out and that was heretofore hidden, its mateial existence, the memory of its being built – all this, its imperfections included. In this way we can conclude that the pattern is meaningless and yet it serves to present the wall, to bring out the wall’s potential and thereby fulfil completely what Bergson said about representation being incomplete since it cannot deliver the reality of what it represents but merely that of its context.
Therefore, if there is no representation, if what we have left is a presentation of the real, of art which considers itself its own object, which Bracho’s kind of art, then all he has to do is to present himself as he really is: a doing, a building, something which takes us back to Bergson and his philosophical thoughts about time. Fot the French philosopher, being is neither stable nor static, as we have been told from the Greeks down to Nietzsche. Being is becoming, a continuous evolution that kicks off from what he termed “élan vital” the impulse behind all life.
The gestual repetition with which Bracho has created his pattern maintains a profound relationship with this concern about being-as-becoming in that change and difference become the dominant question. And, according to Deleuze, who has bent his mind to the eternal Nietzschean return, it is repetition which constitutes the difference, not habitual repetition but rather one that breaks away from habit and from a self under the thumb of finding similarities. It is that which is free of conditioning, pure difference. We find ourselves, therefore, faced with the free act, with freedom itself, something chich Kierkegaard would have said, is pointed to the future, to what is new.
Art is not what it used to be but that is because the viewer is no longer what he was. Being is not longer what it was. Being, the viewer and art are doing, an act fixed in time. Note that the gerund (doing) is an impersonal term and if were to prefix it with an “I am”, that doing is mine and not the artist’s. The artist belongs to the art, not vice versa. Art has its own “élan vital” so it should not bother us that when Bracho creates a pattern he has no preconceived ideas as to how it should turn out, in his work there is no will, no pre-established image.
Thus it is quite appropriate that Bracho should append some photographs to the pattern he has made. Their contents, at the some time, are the pattern and yet they have nothing to do with it. The answer is simple: the photographs give a temporal bracketing, they fix at a given moment in time what was, in fact, a process, they cut and halve time, they are an image. And images, as we know, are weak and never capture the fullness of reality. The image is an impoverishment because reality is truncated by it, its development blocked.
Setting up this interplay between process, result and image in one way of making things clear, of forcing things to come out in their true colours: art as doing, results as contemplation and image as consumption. And, as Roland Barthes comments, the punctum of the photograph is “this is what happened, one would have to accept that what photographs show is not what is but what has been done and is now in the past, From that perspective photographs are the best type of exhibit for a museum or an exhibition, they are ideally adapted, in a way that a “doing” is not, to the function of the exhibition space. Doing, by contrast, does not fit in well wth spaces that lack flexibility and that reduce the doing to a rigid environment and a fixity of coordinates. Doing is change, it resists being boxed it is free – the very moment the hand appears it ceases to be. Admittedly an imprint, a trace is left: the pattern on the wall. But this trace has nothing to do with the doing and neither do the photographs.
Doing cannot be exhibited. It is never there and that is what make Bracho’s exercices intriguing. Because, in his own way, bracho is telling the museum that it cannot exhibit art, that all that pretentious, temple-like paraphernalia, its sacred precincts, are meaningless and if it retains some meaning it is only because of the rites makes its appearance. And the believer/viewer is told that he has come too late, that the doing has already happened and that what is left is merely the result. He is told that, far from entering a sacred place where he will meet a god, he can expect nothing more than a simulacrum of what is absent. What he will really see is the wall of a room that has become real and, on the wall, a “virtual reality”, Bracho’s pattern.
This “ virtual reality” transcends representation. It makes no attempt to imitate, reproduce or simulate reality, In “virtual reality” there is no artifice, because artifice copies or imitates reality, but rather a simulacrum where the mediatic representation precedes and defines reality and outlines a new topography of sorroundings preceived as reality. Museums an big exhibition spaces function as a medium, something which interposes itself between the reality of art and the viewer something which conditions the viewer’s perception. They concede recognition, they determine what is considered art. Nevertheless, if we have already demonstrated that art as “doing” cannot be exhibited, we have to acknowledge that in this exhibition, as in maby others, we are faced with the paradox that we are presented with works or art which, precisely, reject this definition or themselves. Art enters the museum wherem in order to expose a lie, as Bracho’s work aims to do, it tell us that what we see is not what it seems but, quite simply, a figment of the imagination. And what museums and big exhibition spaces do, what art in general does, is absorb the hostile entity and neutralise it by depriving it of its reality, by making it virtual. By contrast Bracho’s work has conferred reality on the Museum, or the room where it figures, by what he has done to a wall. He shows it up for what it is: a space that was built with the sole purpose of enclosing the unenclosable.
Art as doing is escapist and, Houdini-like, it will wriggle out of the chains that pin it dowm. Thus Bracho’s drawings seek to escape from their walls and set out in whatever direction they can, dissolving, in the process, the traditional two-dimensionality that has characterised drawing in the past an expanding into a continuous movement which is resistant to the imposition of limits or to the fragmetation of life that is inherent to measurement. Art as doing defies Newtonian physics which divided time up so as to permit the measurement of the speed of movement. Art as doing is closer to Einstein’s physics where time is merely another coodinate os space; together they form the space-time continuum in which doing happens. We thus find ourselves in a fourth dimension, one of time, which revolutionises everything we had been told about the immutable, an it is this dimensions which makes walls move, as Bracho has done in some of his projects, or means that his drawings leave their niches. Doing cannot be put in frames as we see from the photographs of the video where a tennir ball bouncing off a wall draws a pattern, or in the photographs that, on unfolding the desing, we find having a life and existence beyond the immediate borders or the work. The image, i short, is not the only reality.
Drawing people out of the mental niches which they inhabit is merely a way of freeing them from their limitations, it breaks down the man.made walls that enclose them and lets them be themselves. For the more conventional, such a liberation seems scandalous, a transgression perpetrated against those who think that things are what they are and that reality cannot be controlled. But we all know that these mental compartments are a danger, that they exclude reality and hamper direct contact with it; that their walls are like panes of glass in a window in that you might be able to see through them but which limit existance to what is visible. Glass protects us against the elements but, at the same time, it cuts us off from reality. It is out there ad I am here. In this respect, the room where Bracho has drawn his pattern is well chosen. The exhibition has allocated him a space where he is ill at ease, he is trapped behind a glass pane which his “élan vital” pushes him to break through. Thus the exhibition sapce tidies him into a space and imposes limitations on him that, for some time now, art itself has come to reject. The struggle between order and chance is now out in the open and both have their weapons, their power strategies, their seduction techniques and their cynicism. What the art of our time is truly up against is how to live behind glass without losing touch with the life beyond it.